La sociedad puede cambiar. Milei, no

El natural instinto humano de preservación intenta buscar normalidades incluso donde no las hay.

Lo normal es considerado normal porque es asimilable a situaciones del presente y el pasado, un cobijo psicológico que supone mayores posibilidades de entender lo que pasa. Lo anormal, en cambio, es sinónimo de peligro, de imprevisibilidad, una puerta abierta hacia lo desconocido.

Desde hace dos años, en esta columna se viene reflejando esa necesidad social, política y mediática del “hagamos de cuenta de que todo esto es normal”. Reconociendo en mi caso, una notoria dificultad para naturalizar acciones y personajes que no encajan dentro de la normalidad democrática construida desde la caída de la dictadura militar.

Esto no les gusta a los autoritarios

El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.

Frente al afán esperanzador de tantos por naturalizar a Javier Milei y a su Gobierno, durante este tiempo elegí aferrarme a la vieja normalidad con la que crecí, tan distinta a la del mileísmo.

Normalizar a Milei significó importantes esfuerzos argumentativos por parte de una porción de la sociedad y del círculo rojo.

Aplaudidores de los insultos oficiales, exrepublicanos, comunicadores del poder de turno…

Fue asociar sus excentricidades personales y de gestión a una nueva y eficiente forma de liderazgo.

Fue atribuir la destrucción de cualquier diálogo democrático como la respuesta acorde con el sentimiento anticasta reinante.

Fue excusar su violencia verbal y gestual con banalidades del tipo “Javier es así, lo importante es el rumbo”.

Fue considerar que su extremismo ideológico en realidad es una variante más del liberalismo republicano.

Fue subestimar sus derivas mesiánicas que lo llevan a creer que sus perros le dan consejos y su hermana lo comunica con Dios, justificando que son aspectos de su vida privada.

Fue normalizar que no cuente con un staff estable de funcionarios preparados para gobernar y que despida a razón de siete funcionarios por mes (al último, el titular de Seguridad Vial, echado la semana pasada, a un día de haberlo nombrado).

Fue no darle trascendencia a las investigaciones periodísticas que revelaban cómo usa las cajas del Estado como el PAMI, la Anses e YPF para costear a sus partidarios y apretar a los adversarios.

Fue tomar en broma las evidencias públicas que siempre mostraron a una personalidad inestable y paranoica. Abusada de niño y abusiva de adulto.

Fue hacerse los distraídos ante testimonios como el del orfebre Juan Pallarols diciendo que le habían pedido US$ 2 mil para reunirse con el Presidente; o el de Juan Carlos Blumberg y otros dirigentes asegurando que LLA vendía candidaturas por US$ 50 mil.

Y fue ignorar todas y cada una de las denuncias de corrupción que durante dos años rondaron a los hermanos Milei.

Los responsables. El “hagamos de cuenta de que todo esto es normal” tuvo como protagonistas a sectores de la sociedad que, por esperanza o desesperación, decidieron creer y apostar a riesgo por este Gobierno.

Pero tuvo como responsables políticos a dirigentes que dedican su vida y su trabajo a entender lo que pasa.

Todos ellos sabían de qué se trataba.

Son funcionarios que, desde adentro del poder y desde el principio de esta gestión, fueron testigos del accionar de los hermanos Milei. Ministros y secretariode Estado que normalizan lo que, por detrás, critican y se burlan.

Son empresarios que aplaudieron cada exabrupto que el jefe de Estado decía frente a ellos. Muchos, en privado, luego cuestionaban lo que habían escuchado; pero lo importante era el apoyo público que aparecían dando a los agravios presidenciales.

Son políticos que dejaron de rasgarse las vestiduras, como antes lo hacían frente a indicios de corrupción, de violencia institucional o de ataques a la libertad de expresión. Exrepublicanos que optaron por naturalizar lo que hasta hace dos años consideraban deplorable.

Son líderes de entidades religiosas que solían ser sensibles ante cualquier tipo de discriminación y que en estos dos años guardaron un doloroso silencio frente a un mandatario que deshumaniza a los adversarios comparándolos con enfermedades y con animales como cucarachas y reptiles, y que llamó a gasear a las “ratas” del Congreso. La misma técnica usada por los peores dictadores del siglo XX.

Son los periodistas que desde diciembre de 2023 se transformaron, una vez más, en militantes del poder de turno. Apoyaron las medidas más controversiales sin el menor sentido crítico y sin darle voz a los que opinaban distinto. Justificaron la violencia presidencial. Aceptaron el rol de entrevistadores oficiales, con garantía de no incomodar a Milei. Trataron de esconder, hasta donde pudieron, cada nuevo escándalo del Gobierno; ignorándolo o minimizándolo. Y sólo se dedicaron a investigar a los que ya no están en el poder y a los críticos del oficialismo.

Más de lo mismo. Pero tras la seguidilla de derrotas electorales de La Libertad Avanza, la normalidad oficialista empezó a crujir.

Los funcionarios y dirigentes políticos, empresarios, religiosos y mediáticos que durante tanto tiempo aportaron a la normalización, comenzaron a despegarse de lo que ayudaron a construir.

Pero hay otros que, tras la contundente derrota en Buenos Aires, se esperanzan con que Milei cambie y encuentre una nueva normalidad. Más cercana a la normalidad democrática que hasta ahora rechazaban.

Lo cierto es que la sociedad puede cambiar su voto, como lo viene haciendo con el oficialismo, pero Milei no va a cambiar.

Él siempre tuvo la transparencia de mostrarse tal cual es. Lo hizo antes, durante y después de la campaña que lo llevó a ser electo presidente. Y esa fue la persona que una mayoría eligió para gobernar.

Al margen de que Milei no posee la flexibilidad psicológica y política que requeriría cualquier cambio profundo, tampoco tendría por qué hacerlo. Él no defraudó el contrato tácito con quienes lo votaron.

El poder no lo hizo cambiar su forma de ser ni de pensar. En todo caso, profundizó patologías ya expuestas en la campaña.

… como en el pasado, también en estos dos años normalizaron lo que nunca debió ser considerado normal.

Sin embargo, desde la misma noche del domingo 7 volvió a surgir en cierto círculo rojo la necesidad de creer que, pese a las evidencias, Milei puede convertirse en un presidente normal.

Ni él logra convencerlos de lo contrario.

Esa noche, segundos después de decir que el resultado lo haría reflexionar, comenzó a ratificar cada aspecto de su modelo con la seguridad de “redoblar el rumbo” y de “no se retrocede un milímetro”.

En los días siguientes, ratificó el liderazgo de su hermana Karina y que no habrá cambios en el manejo del Estado.

Anunció una mesa política integrada por los mismos funcionarios de antes de la derrota y designó a la misma persona que antes negociaba con los gobernadores para negociar ahora con los gobernadores. Sólo que en lugar de llamarlo secretario de Interior, se llamará ministro.

Milei siempre será Milei. Pese a todo, hubo comunicadores que señalaron su optimismo ante el “nuevo Milei” y otros que aprovecharon para pedirle cambios que durante estos dos años jamás le pidieron.

Hubo empresarios que esta semana imaginaron escenarios ilusorios de un Gobierno encabezado en la práctica por un “normal” como Guillermo Francos. Y hubo opositores que se mostraron expectantes ante “los cambios obligados” que sobrevendrían después de las elecciones de octubre.

Puede que seguir negando que Milei es y seguirá siendo Milei, se relacione con aquel instinto primario de evadir el peligro de lo desconocido, de aquello que no encaja en los parámetros protectores de la normalidad.

El problema es cuanto más se tarde en aceptar que ni Milei ni su modelo cambiarán, más tardaremos en empezar a comprender lo que está por venir.

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